Drogas, literatura y subjetividad : breve genealogía de las conciencias alteradas

A lo largo de los años noventa se formó una sensibilidad en conexión con los videoclips exhibidos por las pantallas de televisión, en las salas fantásticas de los Sacoa, ante las vidrieras de los shoppings, en promociones de viajes, en el turismo; toda una manera de comprender y percibir trabajada por las sutilezas de la publicidad, de las estrategias de venta y de marketing, por las nuevas formas de la cultura, las nuevas participaciones, nuevas situaciones sociales. En este universo de prácticas la percepción se iba modificando cada día un poco, a veces hacia delante, a veces hacia más adelante y más rápido. Jóvenes y adolescentes participamos de la cultura aprendiendo sin parar e involuntariamente con la guía silenciosa y profunda de las diferencias en la percepción, reconociendo contextos y aprendiendo a orientarnos en otros nuevos. El mundo unas tardes era la cuadra y la plaza del barrio, otras, una serie de dibujos en una pantalla, otras, Mar del Plata. De esta oscilación de los límites del mundo y de las luchas por comprenderlo que situamos, por cuestiones generacionales, en los años noventa, sacamos un dato: o bien, en adelante, la conciencia estaría alterada irreversiblemente, o bien la conciencia varía en función de las transformaciones en la percepción. Se trata de una impresión, de un dato, obtenido en esas vivencias: la conciencia se estiró de pronto, se adaptó, o aún sigue en eso. Ya no se puede hablar de la conciencia como un supuesto o un fondo sólido y estable de registro, ni como un relato orientador de la conducta. En todas las situaciones que mencionamos, la conciencia quedaba afectada de algún modo al punto que hoy, al buscar un plano común de entendimiento, no nos convence aceptar la conciencia como un atributo estándar de reconocimiento universal. La realidad cambia cuando cambia la percepción, y desde que nuestra subjetividad se constituye en prácticas de consumo, la percepción debe adaptarse a las modas, a las nuevas tecnologías, a las innovaciones institucionales, a nuevos entornos de consumo. Por lo tanto cambia a su vez; pareciera que el sentido que tenemos de la realidad es menos definitivo que nunca. El estado alterado de conciencia es el estado predominante en la actualidad y este supuesto, insumo de las estrategias publicitarias y de la opinión pública, puede referirse a los años ochenta y noventa, con la promoción y la legitimidad de las prácticas neoliberales según las cuales todo fragmento social puede ser destino de una operación mercantil. Esta idea no es nueva para la antropología simbólica, para la psicología popular, para los movimientos indigenistas, para los estudios pos-coloniales. Ahora bien, considerarla en relación a las transformaciones de la percepción que implican las prácticas de consumo nos lleva tomar nota de las condiciones de vida en las que se prolongan estas prácticas, el tipo de subjetividades que prefieren, las nuevas exigencias de supervivencia, el intercambio de signos, los negocios en los que se montan, la economía política que ponen en juego, la distribución de las relaciones de poder, los mundos que habilitan o prohíben. Las drogas entran en este planteo por formar parte del menú de prácticas y consumos de la cultura mercantil. En principio, el consumo de sustancias es una práctica como cualquier otra, una actividad que forma parte de la vida de las personas, de su constitución psíquica y física, de sus maneras de hacer las cosas. No está, a priori, en un campo específico (de la salud mental, de la criminalidad, del ocio). El conjunto dominante “la droga”, como las sustancias y situaciones que la rodean forman parte del imaginario contemporáneo asociadas a la capacidad de modificar la percepción. Si bien no todo es droga, no es sólo un grupo de sustancias lo que interviene en la alteración de la percepción. Félix Guattari reconoce en actividades rutinarias como mirar la televisión al regreso del trabajo como drogas menores que permiten establecer una relación de pertenencia y olvido, reencontrarse y dejarse ir al mismo tiempo. No nos referimos ahora a las drogas en cuanto a su división en “duras” y “blandas”, o “naturales” y “de diseño”, etcétera, sino a ese objeto enunciado y construido por el sentido común al que se le atribuye capacidad para modificar la conciencia y la percepción, como también las disposiciones físicas, y que puede convertirse en un hábito. No obstante, esa capacidad de transformar la percepción se reconoce de manera privilegiada en las sustancias con capacidad psicoactiva. No se trata de una lectura contemporánea. Distintas culturas, en distintas épocas, cuentan acerca de la ubicación de ciertas sustancias en rituales o eventos sociales, del carácter prodigioso de ciertas plantas, semillas o preparaciones. Hay registros, diarios, inventarios, recetas, investigaciones, novelas en las que se inscribe un poder atribuido a cierta planta o infusión. Antes de ser identificadas, reconocidas, asignadas e institucionalizadas, las prácticas que usaban plantas psicoactivas, eran continuación de una cultura, no aparecían por separado. Las brujas sabían algo, los chamanes, los cantineros, el boticario, los escritores, los obreros, las prostitutas, los eunucos, los pervertidos, los monjes, los vagabundos. Las drogas indicaban un phylum íntimo del ser humano en el mundo, y últimamente se ha derramado en la superficie junto con el poder del que eran signo y acceso. Desde que la literatura se ha atribuido a sí misma la capacidad de incidir en el comportamiento y en el mundo de sus lectores, ha reconocido también esa capacidad en otras prácticas sociales, en otros objetos. En la modernidad, la escritura se atribuyó para sí potestad sobre el mundo entero e incluso sobre los universos desconocidos. Las drogas también. Acaso se podría sostener como clave de lectura que la literatura ha creado las condiciones en las que las drogas adquirieron sus formas actuales mayoritarias –drogarse para vivir una vida distinta, para funcionar como una máquina, para ser otro, para sentir mejor–. Lo que no implica necesariamente que la literatura deba considerarse a la luz del fenómeno social de la drogadicción o de la industria farmacéutica. Hay, pues, una tradición que comparten la literatura y el consumo de sustancias. Acaso sea una especie de maridaje similar al que la literatura tiene con el pasado, y más precisamente con los años de la niñez y la adolescencia. El niño absorbe el mundo, se trepa a él. En rigor, es un adulto en relación a la asimilación de las sensaciones. Los textos literarios suelen recurrir a esa fuente de impresiones y sensaciones, a las distintas luchas que constituyen los procesos de aprendizaje en los que el cachorro humano adquiere sus estructuras psíquicas y somáticas. La literatura de iniciación se enfoca sobre acontecimientos de ese segmento de biografía, el ingreso del niño en las esferas que caracterizan el mundo de los adultos, sus formas de hacer y pensar, sus ritos sociales, sus prácticas, sus consumos. El narrador aquí no es necesariamente un “yo”; ese niño, ¿qué importa si era completamente “yo”? Aquella casa, la calle a la que daba, el barrio alrededor, la distancia con el centro y con la ruta, la siesta desierta y calurosa, los bloques de sensaciones y signos que se atravesaron son más que una biografía personal. Esas escenas duran en la experiencia del narrador, se prolongan y se transforman a la luz del presente. El narrador puede ver las condiciones en que se formó su sensibilidad y su percepción, puede reconocerse como efecto de esas determinaciones. Según Benjamin, la duración de estas impresiones en el presente permite al individuo “escapar de la tiranía del tiempo”, o de sentir cómo se escapa. La droga trae, entre otras, una promesa: ser capaz de percibir como en la infancia, o como cuando se está enamorado, o como cuando se lee. Las drogas, como las nuevas tecnologías, prometen dar forma a la percepción, agudizando los sentidos. Si en el eje literatura/infancia aparecía como tiempo privilegiado el pasado y una noción de tiempo como duración, en el eje literatura/drogas el tiempo privilegiado en cuanto a la modificación y reconocimiento parece ser, en cambio, el presente, la percepción del presente (el alcohol, dice Deleuze, ofrece un extraordinario endurecimiento del presente). Según Escohotado, el consumo de drogas se puede pensar como una serie de promesas en relación con la posibilidad de transformar la percepción de las determinaciones del medio, de las condiciones en que se hace, o no, experiencia. ¿Qué tipo de experiencia vital promueven las sociedades occidentales? Toda una tradición literaria expresa los efectos del uso de sustancias en la exploración y apertura de la sensibilidad que modela la vida en las ciudades, la participación en el trabajo y en la cultura, las regulaciones sociales y morales en las que se ejerce la dominación de la burguesía industrial capitalista. Estas formaciones mayoritarias, es decir, las grandes vencedoras en la forma actual del mundo, obturan la posibilidad de hacer experiencia, o bien la limitan a las necesidades de los procesos de producción, a las funciones laborales, a la aceptación o no de una moral. Se vive una contradicción. El presente, como tiempo de experiencia, pareciera sustraerse en tanto las condiciones de experiencia modelan la memoria, la ubican en función de las necesidades del sistema. Por otro lado, se vive la premisa del presente como tiempo ideal para hacer, para hace cualquier cosa. Sobre la lucha por superar esas múltiples determinaciones y condicionamientos que dan forma al presente, de las contradicción que terminan suprimiéndolo como tiempo de exploración en la experiencia subjetiva de una gran parte de la población, de la reducción de la experiencia vital y en definitiva de la vida a la adecuación a las funciones preestablecidas y sobre la posibilidad de soportarlas es de lo que nos hablan, desde hace doscientos años, De Quincey, Baudelaire, Stevenson, Huxley, Artaud, Castaneda, Burroughs. No obstante, esta literatura parece que tiene algo más para decirnos acerca de la potencia de la fascinación, de la imaginación, de los “confines de la mente” en los que se superan las determinaciones –físicas, biológicas, lógicas, culturales– del medio. Se trata de la extraña relación con el dolor y la desesperación. En cierto modo, la fórmula que nos ofrece la literatura es que a mayor seguridad, menos defensa contra los horrores. La potencia latente en el uso de sustancias puede precipitar empresas mortíferas, prácticas de consumo suicidas; no obstante, pueden habilitar procesos de aprendizaje en los que, por el contrario, es posible volverse capaz de educarse en la percepción y en la apreciación de la sabiduría en el mundo. En la medida que las actuales condiciones de vida se han vuelto muchas veces insoportables, por lo tediosas, por lo exigentes, por lo precarias, se han ofrecido las drogas en variantes que se suman al confort de la vida doméstica. Es posible anestesiar, bajar ansiedades, “tomarse vacaciones” (como dice Aldous Huxley), conocer con sustancias o en prácticas en las que intervienen. Hay muchos aprendizajes por hacer en cuanto a esos usos que podrían favorecer procesos de subjetivación, pero en la cultura del consumo parece no haber mucho tiempo para eso. Los textos que vienen a continuación tienen como objetivo principal conceptualizar ciertas relaciones entre percepción y cultura, ubicar los consumos con una capacidad especial para la alteración de la percepción y la conciencia en los procesos de conformación de subjetividad, y ofrecer puntos de vista para abordar el fenómeno de comunicación que lo representa desde otras miradas que la del discurso mediático o mass mediático. Nos proponemos específicamente buscar en obras literarias puntos de vista, testimonios y experiencias que construyen escenarios en los que la conciencia es desplazada o problematizada en tanto técnica de elaboración de sentido. Por este camino acaso aportemos propuestas de lectura para comprender el tema superando las reducciones y dicotomías en las que se presenta en el discurso mediático o en el sentido común. En este marco, se nos impuso la forma-ensayo como modo de abordar el proceso epistémico y de elaboración de sentidos; el carácter dispersivo de los textos que siguen, antes que ser una elección personal es expresión del modo de cognición en el que nos reconocemos como sujetos sociales. Entendemos que el ensayo es un modo de elaborar sentido tan legítimo como cualquier otro; su característica más saliente es, no obstante, ser un modo de escritura cuya especificidad permanece siempre abierta. Hay elementos que podemos mencionar como característicos de la forma-ensayo, por ejemplo el de habilitar el estilo “personal”, pero esos elementos se definen necesariamente en la práctica concreta. Podemos definir al ensayo como aquella forma de escritura cuya definición es siempre eludida. En este sentido, el ensayo no pertenece a ninguna disciplina en especial. Es justamente este carácter transdisciplinario del ensayo el que mejor se ajusta al modo de abordar las problemáticas aquí planteadas, las cuales no pertenecen a ningún campo disciplinar específico y requieren un tratamiento transversal para intentar comprenderlas sin reducir su complejidad.

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Bibliographic Details
Main Authors: Schwaab, Dino Brian, Yanantuoni, Javier Miguel
Other Authors: Kaufman, Alejandro
Format: Tesis biblioteca
Language:spa
Published: Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales
Subjects:Estudios culturales, Literatura, Drogas,
Online Access:https://repositorio.sociales.uba.ar/items/show/1232
https://repositorio.sociales.uba.ar/files/original/437a9933ddfbd7708008fb0f726591f1.pdf
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